martes, 15 de febrero de 2011

CENA FELINA

Mientras recogía la mesa, María, mi mujer, todavía sentada apurando su café, me dijo:
    - He pensado en hacer pasta esta noche. ¿Te apetece?
     - Claro, cariño. Prepara lo que quieras. Ya sabes que me gusta todo y la pasta, en concreto, me encanta.
Se incorporó sonriendo y acabó de retirar las cuatro cosas que quedaban.
     - Pues sí. Probaré una receta nueva. A ver si te gusta. Ya sigo yo recogiendo, cielo. Vas a llegar tarde al despacho.
Era cierto. El tiempo había pasado muy deprisa e iba bastante justo. Aún yendo con la moto, nunca sabes como  te vas a encontrar el tráfico. Si pillaba algún atasco, ya no llegaba a la hora.
Mientras me ponía la cazadora, María rodeó mi cintura con sus brazos y me besó.
      - Mmmm…. Me pones con ese aire de motero.
El timbre de su voz y la calidez de su lengua,  me encendió rápidamente. Cuando María me miraba con ese brillo en los ojos, mi libido se disparaba de 0 a 100 en un segundo. La estreché contra mí.
 - Eres mala… Ahora que me tengo que ir, me pones ojos de gatita??
- Jaja.. Es que me da pena que te vayas.
- A las 6 y media estoy aquí. A ver si cuando vuelva, sigues con esa mirada…
María imitó un ronroneo felino a la vez que sonreía divertida. Me miró fijamente, con sus ojos verde oliva, mientras yo cruzaba la puerta.
      - Hasta luego, motero. Que tengas una buena tarde…
Salí disparado hacia el trabajo. En el recorrido, me vino en mente cuando vamos juntos en la moto y a veces, mi mujer desde atrás, empieza a acariciarme el interior de los muslos, por encima del pantalón y, como quien no quiere la cosa, presiona ligeramente mi paquete provocándome una calentura tremenda de la que luego, gracias a Dios, se ocupa siempre.
Intenté distraer la mente para bajar mi erección y llegué al trabajo deseando fueran ya las 6. Cuando me siento así, no puedo dejar de fantasear con lo que he hecho, haría o haré al reencontrarme con ella.
Entre papeles y teléfono, mezclados con excitación e imaginación, por fin, pasaron las horas y, a las 6 en punto, tomé el camino que me llevaba a casa, a María y al entremedio de sus piernas…
Seguramente por lo mucho que había fantaseado durante la tarde, esperaba encontrarla aguardándome en la cama, mínimamente vestida con lencería de alto voltaje, en plan tigresa, evocando las últimas palabras de mediodía.
Pero no. Ni estaba en el dormitorio ni con liguero esperándome como una gata en celo.
Estaba en la cocina. Con vestido y delantal, disponiéndose a preparar algo.
Me acerqué a ella, me dio un beso distraído y empezó a hablar no se qué de una conversación telefónica que había tenido con su hermana.
 La verdad es que no le prestaba mucha atención. Me sentí decepcionado. Había venido con otras expectativas. Me había pasado la tarde cachondo perdido, ansiando volver y ahora parecía que la “gatita” se había esfumado entre los fogones y los cotilleos con su hermana.
Mientras hablaba y hablaba, María sacó del frigorífico, un par de cervezas sin alcohol y puso una en la mesa de la cocina para mí. Me senté quedando justo detrás de ella enfaenada en el mármol y continuaba explicándome la mala suerte que tenía su hermana con los tíos o algo así.
Tomando sorbos de mi bebida, iba contestándole con monosílabos como: “Aja” “Ya” “Entiendo”… Mis ojos se habían percatado del balanceo del vestidito verde de María que se movía por la cocina cogiendo ingredientes: ahora harina, ahora huevos, un rodillo, sal…
Bajo la pechera del delantal, se podía entrever un sugerente escote. El vestidito llevaba unos botoncitos por delante, parte de los cuales permanecían abiertos. E delantal no estaba muy tensado al cuello por lo que quedaba lo suficientemente flojo como para disfrutar de la visión del nacimiento de sus pechos. Buscando un utensilio, se agachó y pude apreciar que no llevaba sujetador.
Automáticamente, mi imaginación visualizó sus pezones. Esos pezones grandes, oscuros y suaves como la seda que tantas veces parecían cobrar vida entre mis labios y que no me cansaba de saborear nunca.
Con los ojos fijos en el cuerpo de María que me daba la espalda, me recreaba en esa imagen. Echó harina sobre el mármol mientras hablaba, pero sus palabras eran como una cancioncilla que me acompañaba mientras un cosquilleo empezó a apoderarse de mi bajo vientre.
      - ¿Me estás escuchando? ¿O me estás mirando el culo?
      - ¿Cómo? ¿Qué? Jaja..
      - Que si me estás mirando como se me marca el tanga...
Miré el culo de María.
      - No, no se te marca nada.
  - Ah, no?? - Giró la cabeza para  sonreírme y,  fijando  de  nuevo su mirada en el mármol, continuó con un hilo de voz: -Ah, claro!! Si es que no llevo nada...
     Las palabras surgieron de su boca, deslizándose entre sus labios como una gatita se desliza entre tus piernas cuando busca tus caricias...
María no se había olvidado de los ronroneos de mediodía. Había estado jugando a despistarme...
Sonreí. Me encanta, nos encanta a ambos, ese tipo de juegos. Jugar a desear, a hacernos de rogar, a excitarnos sin prisas por llegar al final, a disfrutar de cada mirada, cada gesto o sutil caricia que promete pero que todavía no va a más. De cada frase con doble sentido que dispara tu libido y te provoca una excitación enorme.
Me moría de ganas de echarme sobre María pero, si quería jugar, íbamos a jugar...
Permanecí en mi silla viendo como los glúteos de mi mujer se balanceaban ligeramente siguiendo el movimiento de su cuerpo. La tela los acariciaba como telonera de mis manos. Pensé que si se agachara dándome la espalda, los tendría ante mis ojos pues el vestido era bastante cortito. Saboreaba mi cerveza, mientras mis pupilas, como si tuvieran poderes infrarrojos, traspasaban el tejido y descendían  por sus curvas, redondas y prietas como un melocotón, para luego recorrer la unión de ambos y bajar lentamente hasta donde dejaban de ser glúteos para dejar paso a la entrada de esa jugosa cavidad que me enloquecía.
María me preguntó como me había ido la tarde. Le contesté vagamente. Ninguno de los dos estaba interesado en hablar de trabajo. Ella sabía lo que yo estaba pensando y simplemente se hacía la tonta.   Era consciente del poder que su cuerpo, su culo, sus pechos, sus caderas tenían sobre mí así que sabía muy bien lo que estaba pasando dentro de mi pantalón.
Se giró, tomó su cerveza y dio un largo trago. Se relamió los labios húmedos, su mirada se deslizó por mi cuerpo, deteniéndose en mi abultado paquete y clavándome sus expresivos ojos, sonrió:
     - Me quieres ayudar, cielo?
Dejé mi asiento y me situé detrás de ella.
      - Claro, nena. ¿Qué hay que hacer?
      - Ya te dije que quería cocinar pasta. Pero esta vez la pasta la vamos a hacer nosotros.
María había echado una montañita de harina. Apoyé mis dos manos sobre el mármol cercándola entre mi cuerpo y la encimera. Miré la harina mientras nuestras mejillas se rozaban.
      - Lo primero es hacer como un volcán y en el cráter de éste, echar los huevos.
Hundí mi dedo corazón en el centro de la montaña. Tras un instante, empecé a moverlo en círculo suave y lentamente. La harina iba abriéndose en respuesta a mis movimientos. María miraba fijamente mi dedo y supe que se lo estaba imaginando entre sus piernas pues, acorralada entre mis brazos, sentí como se estremecía levemente, provocando que su culo chocara contra mi pantalón. Aproveché para acercarme todavía más y hacerle sentir el bulto de mi entrepierna. No pareció darse por aludida.
      - Así está bien? - le susurré en el oído.
     - Está perfecto... - Cascó los huevos en silencio y los fue echando en el agujero que mi dedo había hecho.
Parecía estar concentrada en dicha operación pero, de una manera casi inadvertida, sus nalgas no dejaban de frotarse contra mí. Respiré el olor de su pelo oscuro recogido, acerqué mi nariz a su cuello y sentí el perfume de su piel. Bajé la mirada y la perdí entre el canal de sus pechos. Apretándome más contra ella, le obligué a encogerse y éstos se unieron como queriendo chocar entre sí. Sus pezones, indefensos o, quizás todo lo contrario, arrogantes por sentirse libres sin sostén, estaban erectos bajo el fino tejido del vestido.
      - Ahora debemos hacer la masa..
María hundió sus manos entre la harina y empezó a mezclarla con los huevos. Entrelacé mis dedos entre los suyos para colaborar. Los movimientos de nuestros brazos provocaban que nuestros cuerpos se inclinaran leve, levemente hacia delante. María contra el mármol y yo contra María...
La masa empezó a formarse pero se nos enganchaba a la encimera y entre los dedos. Nuestra inexperiencia y nuestra evidente falta de concentración no estaba resultando muy hábil en el aspecto culinario.
      - Con una pizca de aceite quizás resbale mejor, no??
Vertí unas gotitas en la mano de María. Se la frotó con la otra y siguió amasando. Parecía funcionar la idea.
En mis manos también dos gotas pero decidí no gastarlas en la harina. Desaté el lazo del delantal que  descansaba en su cuello. Estaba flojo así que enseguida dejó libre la parte de arriba. Quedaron a mi alcance los botoncitos del escote de su vestido y, con suavidad, deslizé los que permanecían cerrados entre los ojales. Los pechos de María quedaron al descubierto balanceándose para mí mientras ella seguía compactando la masa.
Rodeándola por la cintura, introduje mi mano por la tela abierta y acaricié su pecho. Lo tocaba, lo estrujaba, lo amasaba imitando los movimientos que ella realizaba sobre la mesa. Entre mis dedos índice y corazón, húmedos de aceite, aprisionaba con suavidad su aureola y los dejaba llegar hasta el centro de su pezón endurecido.
Las mejillas de María habían tomado un maravilloso tono rosado  que delataba el calor que le invadía por dentro. Desde atrás, deslicé su vestido de manera que resbalara por sus hombros y dejara su torso y su espalda al descubierto. No cayó al suelo pues estaba sujeto por el delantal así que permaneció en su cintura cubriendo la pechera del delantal que ya había caído instantes antes.
Con mi mano izquierda recorría su estómago, subía por sus pechos, mimándolos sin premura, y entre ellos, ascendía hasta acariciar su cuello. Mi mano derecha surcaba su erguida espalda, sus hombros que brillaban tanto por la suavidad propia de su piel como por el masaje de aceite que le estaba dando.
Ella permanecía con los ojos medio cerrados. Sus manos descansaban sobre la masa de harina que parecía haber quedado olvidada. Su boca entreabierta parecía tan jugosa... Pasé mis dedos entre sus labios que respondieron saludándolos con su lengua caliente y húmeda.
Bajé mi mano derecha hasta su muslo y empecé a ascender por debajo de su ropa. Acaricié sus nalgas, tan redondas, tan bien contorneadas.. Sus piernas me dieron permiso para deslizarme entre ellas pero hice caso omiso y continué mi ruta por sus femeninas y sensuales caderas. Siempre conseguían embrujarme con sus movimientos cuando veía a María alejarse.  
Apreté suavemente, la sentía estremecerse entre mis manos y supe que estaba húmeda, que esperaba mi mano así que seguí mi camino por su pubis, rasurado por completo y suave como el terciopelo, la palma de mi mano completamente plana bajó por su monte de venus y María separó sus muslos para abrirme paso, con todo su sexo depositado en mi mano, me estreché contra ella. Tenía una erección mayúscula, mi lanza ya no podía contenerse dentro del pantalón. El deseo eran tan increíble como el momento. María, con el vestido medio bajado, su piel suavizada en harina y aceite y Dios... Su sexo...  el más delicioso de los manjares.. Mi dedo corazón se abrió paso entre sus labios jugosos e hinchados y se bañó en su néctar. Recorrí toda su caliente carne y pulsé su hinchado clítoris.
María ya no pudo callar su placer y gimió con una voz tan cálida como su propia piel. Al escuchar su voz ya no pude más. La giré y nos besamos con pasión. Sus pechos se apretaban contra mi torso. Ansiosa, me abrió la camisa como pudo y me despojó de ella. Nuestros cuerpos, desnudos de cintura para arriba se frotaban y sus pezones acariciaban mi pecho.
Empezó a desaflojarme el cinturón para dejar libre mi impaciente verga, que luchaba por salir pero yo estaba sediento de María, de su esencia, así que la cogí por la cintura y la senté sobre la encimera embadurnada de harina y aceite. Al sentarse, el vestido no le cubrió las nalgas así que éstas debieron sintieron el frío del mármol.
Imaginándome su culo desnudo impregnado de harina, me arrodillé y hundí mi rostro entre sus piernas. Devoré cada rincón de su intimidad, podía estar eternamente perdido entre sus muslos, su sexo agradecido no dejaba de abrirse para mí y mi lengua repartía placer entre su perla y la entrada de su vagina. María, hundía sus sucias manos en mi cabello y me estrechaba contra sí, como temerosa de que dejara algún hueco sin descubrir.
Su espalda se arqueó, sus muslos se tensaron y sentí como llegaba al orgasmo entre mis labios. Su cabeza se apoyaba en las baldosas de la pared y gritó, inmersa en el clímax. Bebí su placer, hasta la última gota y, sólo cuando sus gemidos aminoraron de intensidad, sacié mi sed.
Me incorporé y María, con una mirada tan húmeda como su vagina, me besó jadeante todavía, saboreando el sabor de su propio cuerpo en mi labios. Ahora sí permití que desabrochara del todo mi pantalón, mi miembro salió erguido, hinchado, duro como una espada dispuesta a hundirse en las entrañas de mi mujer. Ella lo acarició, lo miraba embelesada y sin darle más tiempo a recuperarse, la así por debajo de sus rodillas y la acerqué a mi vientre.
Entré en ella, sintiendo cada milímetro de su interior. Sus músculos internos me presionaban pero abriéndose a mi paso para permitirme llegar hasta lo más recóndito de su ser. Pausadamente, mi pene empapado en los jugos de María, entraba y salía resbalando por sus paredes. Nuevamente se contorsionaba para mí. Antes para mi boca y ahora para mi verga.
Con su cuerpo echado hacia atrás, su sexo se me ofrecía totalmente. Sus pechos se alzaban enfocados  al techo. Mientras la penetraba una y otra vez, mi mano derecha subía y bajaba por su tórax enharinado. Acariciaba sus pezones, cada una de las curvas que dibujaba su cuerpo, me entretenía en su ombligo. María se retorcía de placer ante mis caricias y yo ante sus movimientos de cadera. Me pedía más y yo quería dárselo todo. Todo el placer que nuestros cuerpos pudieran resistir. Su éxtasis era el mío porque contemplar como ella se deshacía entre mis manos, me enloquecía y me llevaba al delirio.
Levantó la mirada y unos ojos de gata llenos de sensualidad, me dijeron mil cosas, de amor, de deseo, de entrega completa tanto de cuerpo como de alma. María se incorporó y sentada sobre el mármol enlazó sus brazos y sus piernas alrededor de mi cuerpo.
     - Soy tuya, cariño, sólo tuya. Ningún hombre puede darme más placer. Lléname, amor, lléname y mátame de gusto todavía más. Quiero llegar e inundarte. Quiero que llegues y me inundes tú también. Quiero sentir como te vas dentro de mí y me quemas con tu jugo caliente.
Las palabras de María en mi oído me excitaron todavía más. Con sus susurros, el miembro que la estaba penetrando se endureció todavía más, si eso era posible y las ganas de dejarse ir luchaban con el deseo de que aquel momento durase eternamente.
Agarré a María por las nalgas y la alcé de la encimera. Le hundí mi verga hasta el fondo. María gritó de gusto por la embestida y me aprisionó con sus músculos internos. Apoyó sus manos en el borde del mármol para compartir el peso de su cuerpo que quedó en el aire sujeto  por mis manos. Su culo, su sexo se movía a mi antojo entre mis brazos. La acercaba y alejaba de mi cuerpo a mi ritmo, ahora suave para sentir la fusión de nuestras carnes, ahora fuerte para entrar en su cuerpo hasta donde era posible.
Sus caderas se movían buscando mi ritmo o intentando marcar el suyo. Cuando intentaban aproximarse a mí buscando ser penetrada hasta el fondo, la frenaba con mis brazos y cuando se relajaba, la embestía provocándole gritos de placer incontrolado.
Sentí entonces, como las contracciones de su sexo se rompían en un nuevo orgasmo y todo su cuerpo se preparaba para recibirlo. María se agarró fuertemente a mi cuello para no caerse mientras, acompañado de gemidos incesables, se estremecía para seguidamente, ir relajándose músculo a músculo y permanecer rendida asida a mí.
Sus ojos permanecían entreabiertos, embriagados en éxtasis y quise fundirme en ellos. Me abandoné al placer y la seguí penetrando ya sin buscar un control. Sólo perderme dentro de ella y descargar toda mi pasión. Una corriente eléctrica subió por mis piernas, apoyé a María de nuevo sobre la mesa mientras seguía entrando y saliendo en ella y toda mi energía fluyó en su interior. Borbotones de placer inundaron sus entrañas, mientras ella agarrada a mis nalgas, me estrechaba contra sí, para robarme hasta la última gota.
Mi mente se ahogó entre oleadas de placer. Exhausto y jadeante, apoyadas mis manos en el mármol  con María entre mis brazos, su voz susurró en mi cuello:
     - Mejor llamamos al chino...    

5 comentarios:

  1. impresionante..... lo digo de corazon no dejas de sorprenderme con tus relatos..... y sigo sin entender como te lo tomas como un hobby,,esto..... vale dinero

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  2. ¡¡Guauuuuuu! ¡Me ha encantado!! Excitante a tope, de gran calidad y sobretodo, con un gusto exquisito. Felicidades, Rosa. Ya estoy esperando el siguiente.

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  3. mmmmmmmmm.....demasiado temprano para leer cosas asi...que hago el resto del dia?calavera

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  4. mmmmmmm...muy sensual, Rosa. Muy tierno, muy erótico y muy sugerente.
    Si tus relatos dejan entrever tu personalidad, debe de ser una experiencia verdaderamente inolvidable...conocerte. Enhorabuena a los que merecieron este privilegio, y a los que sean dignos de él en el futuro.

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    Respuestas
    1. Gracias, Michel. Eso es muy halagador por tu parte. Ciertamente, mis escritos, aunque estén basados en fantasías ajenas, llevan gran parte de mi esencia. Si esos sueños no los hiciera míos y no me pusiera en la piel de las personas que me los confían, no podría imaginarlos y describirlos después, con mis palabras, con mis emociones o mi manera de entender la sensualidad y el erotismo. Gracias de nuevo...

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